jueves, 11 de diciembre de 2014

El fariseo y el publicano Luc. 18:9-14



El fariseo sube al templo a adorar, no porque sienta que es un pecador que necesita perdón, sino porque se cree justo, y espera ganar alabanzas. Considera su culto como un acto de mérito que lo recomendará a Dios. Y está lleno de alabanza propia. Lo denota en su apariencia, en su forma de andar y en su forma de orar.

Te doy gracias porque no soy como los otros hombres… ni aún como este publicano: Juzga su carácter, comparándolo, no con el santo carácter de Dios, sino con el de otros hombres. Su mente se vuelve de Dios a la humanidad. Este es el secreto de su satisfacción propia.

Ayuno 2 veces a la semana, doy diezmo de todo lo que poseo: Está satisfecho con una religión que tiene que ver solamente con la vida externa. Su justicia es la suya propia, el fruto de sus propias obras, y juzgada por una norma humana. No sentía ninguna convicción de pecado. El Espíritu Santo no podía obrar en él. Su alma estaba revestida de una armadura de justicia propia que no podía ser atravesada por los aguzados y bien dirigidos dardos de Dios arrojados por manos angélicas.

Cualquiera que confíe en que es justo, despreciará a los dem, más. Su justicia propia lo induce a acusar. Condena a "los otros hombres" como transgresores de la ley de Dios, manifestando así el espíritu de satanás.



El publicano había ido al templo con otros adoradores, pero pronto se apartó de ellos, sintiéndose indigno de unirse en sus devociones.
No quería alzar sus ojos al cielo: con amarga angustia y aborrecimiento propio. Sentía que había obrado contra Dios; que era pecador y sucio. No podía esperar misericordia, ni aun de los que lo rodeaban, porque lo miraban con desprecio.



DIOS sé propicio a mí pecador: Sabía que no tenía ningún mérito que lo recomendara a Dios, y con una total desesperación clamaba. No se comparaba con los otros. Abrumado por un sentimiento de culpa. Su único deseo era el perdón y la paz, su único argumento era la misericordia de Dios.


El fariseo y el publicano representan las dos grandes clases en que se dividen los que adoran a Dios.
La sensación de la necesidad, el reconocimiento de nuestra pobreza y pecado, es la primera condición para que Dios nos acepte. 

No hay nada que ofenda tanto a Dios, o que sea tan peligroso para el alma humana, como el orgullo y la suficiencia propia. De todos los pecados es el más desesperado, el más incurable. Nunca podemos con seguridad poner la confianza en el yo, ni tampoco, estando, como nos hallamos, fuera del cielo, hemos de sentir que nos encontramos seguros contra la tentación. Nunca debe enseñarse a los que aceptan al Salvador, aunque sean sinceros en su conversión, a decir o sentir que están salvados. Eso es engañoso. Debe enseñarse a todos a acariciar la esperanza y la fe.

Pierden de vista su propia debilidad y constante necesidad de la fortaleza divina.  Debemos contemplar a Cristo. La ignorancia de su vida y su carácter induce a los hombres a exaltarse en su justicia propia. Cuando contemplemos su pureza y excelencia, veremos nuestra propia debilidad, nuestra pobreza y nuestros defectos tales cuales son. Nos veremos perdidos y sin esperanza, vestidos con la ropa de la justicia propia, como cualquier otro pecador.

Debemos evitar todo lo que estimule el orgullo y la suficiencia propia; por lo tanto, debemos estar apercibidos para no dar ni recibir lisonjas o alabanzas. La adulación es obra de Satanás. El se ocupa tanto en adular como en acusar y condenar, y así procura la ruina del alma. Los que alaban a los hombres son usados como agentes por Satanás. Alejen de sí las palabras de alabanza los obreros de Cristo. Sea ocultado el yo. Sólo Cristo debe ser exaltado.

 

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