domingo, 9 de noviembre de 2014

El Sermon del monte: El juzgar a los demas Mt. 7:1-6; Lc. 6:37-45

EL ESFUERZO para ganar la salvación por medio de las obras propias induce inevitablemente a los hombres a amontonar las exigencias humanas como barrera contra el pecado. Al ver que no observan la ley, idean normas y reglamentos propios para compelerse a obedecerla. Todo esto desvía la mente desde Dios hacia el yo. El amor a Dios se extingue en el corazón; con él desaparece también el amor hacia el prójimo. Los defensores de tal sistema humano, con sus múltiples reglas, se sentirán impulsados a juzgar a todos los que no logran alcanzar la norma prescrita en él. El ambiente de críticas egoístas y estrechas ahoga las emociones nobles y generosas, y hace de los hombres espías despreciables y jueces ególatras.

1. No juzguéis y no seáis juzgados: juzgar las intenciones de otras personas. No os consideréis como normas. No hagáis de vuestras opiniones y vuestros conceptos del deber, de vuestras interpretaciones de las Escrituras, un criterio para los demás, ni los condenéis si no alcanzan a vuestro ideal. No censuréis a los demás; no hagáis suposiciones acerca de sus motivos ni los juzguéis. A causa de sus limitaciones, el hombre sólo puede juzgar por las apariencias. Únicamente a Dios, quien conoce los motivos secretos de los actos y trata a cada uno con amor y compasión, le corresponde decidir el caso de cada alma. Aquí se trata del espíritu de critica personal con respecto a la conducta ajena. No se refiere al juicio de los tribunales establecidos por el estado para mantener el orden y el derecho del pueblo.

Con el juicio con que juzgáis seréis juzgados: Los que juzgan o critican a los demás se proclaman culpables; porque hacen las mismas cosas que censuran en otros. Al condenar a los demás, se sentencian a sí mismos, y Dios declara que el dictamen es justo. Acepta el veredicto que ellos mismos se aplican. La censura y el oprobio no rescataron jamás a nadie de una posición errónea; pero ahuyentaron de Cristo a muchos y los indujeron a cerrar sus corazones para no dejarse convencer. Un espíritu bondadoso y un trato benigno y persuasivo pueden salvar a los perdidos y cubrir multitud de pecados.

No echas de ver la viga que está en tu propio ojo: al que está pronto para buscar faltas en sus prójimos fomenta un mal rasgo de carácter que resulta, al compararse con la imperfección que se crítica, como, una viga al lado de una paja. La falta de longanimidad y de amor mueve a esa persona a convertir un átomo en un mundo. Desfiguran el espíritu amable y cortés del Evangelio y hieren las almas preciosas por las cuales murió Cristo. El que se complace en un espíritu de crítica es más culpable que aquel a quien acusa; porque no solamente comete el mismo pecado, sino que le añade engreimiento y murmuración. Cristo es el único verdadero modelo de carácter, y usurpa su lugar quien se constituye en dechado para los demás. Los que se dan por jueces y críticos se alían con el anticristo. El pecado que conduce a los resultados más desastrosos es el espíritu frío de crítica inexorable.

Hipócrita saca primero la viga de tu propio ojo: El culpable del mal es el primero que lo sospecha, Cristo le insta a que renuncie al espíritu de crítica, confiese su propio pecado y lo abandone. Mientras no nos sintamos en condiciones de sacrificar nuestro orgullo, y aún de dar la vida para salvar a un hermano desviado, no habremos echado la viga de nuestro propio ojo ni estaremos preparados para ayudar a nuestro hermano.

Cuando los hombres alientan ese espíritu acusador no se contentan con señalar lo que suponen es un defecto de su hermano. Si no logran por medios moderados inducirlo a hacer lo que ellos consideran necesario, recurrirán a la fuerza. Siempre que la iglesia procure la ayuda del poder del mundo, es evidente que le falta el poder de Cristo y que no la constriñe el amor divino.

No es buen árbol el que da malos frutos: El espíritu acusador que abrigáis es fruto malo; demuestra que el árbol es malo. Es inútil que os establezcáis en vuestra propia justicia. Lo que necesitáis es un cambio de corazón. Debemos ser buenos antes que podamos obrar el bien. No podemos ejercer una influencia transformadora sobre otros hasta que nuestro propio corazón haya sido " humillado, refinado y enternecido por la gracia de Cristo.


No déis lo santo a los perrros: se refiere a una clase de personas que no tiene ningún deseo de escapar de la esclavitud del pecado. Por haberse entregado a lo corrupto y vil, su naturaleza se ha degradado de tal manera que se aferran al mal y no quieren separarse de él. Los siervos de Cristo no deben permitir que los estorben quienes sólo consideran el Evangelio como tema de contención e ironía.

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