En los tiempos de Cristo los habitantes de Palestina vivían en ciudades
amuralladas, mayormente situadas en colinas o montañas. Se llegaba a las
puertas, que se cerraban a la puesta del sol, por caminos empinados y
pedregosos, y el viajero que regresaba a casa al fin del día, con frecuencia
necesitaba apresurarse ansiosamente en la subida de la cuesta para llegar a la
puerta antes de la caída de la noche. El que se retrasaba quedaba afuera.
Entrad por la puerta estrecha: la entrada a la puerta es difícil; porque la regla
de oro excluye, todo orgullo y egoísmo. Si queréis seguir la senda de la vida espiritual.
Debemos renunciar a nuestros propios caminos, a nuestra propia voluntad y a
nuestros malos hábitos y prácticas. A Cristo le tocó la labor, la paciencia, la
abnegación, el reproche, la pobreza y la oposición de los pecadores. Lo mismo
debe tocarnos a nosotros, si alguna vez hemos de entrar en el paraíso de Dios.
El viajero, atrasado, en su prisa por llegar a la puerta antes de la puesta del sol, no podía desviarse para ceder a ninguna atracción en el camino. Toda su atención se concentraba en el único propósito de entrar por la puerta. La misma intensidad de propósito, dijo Jesús, se requiere en la vida cristiana.
El viajero, atrasado, en su prisa por llegar a la puerta antes de la puesta del sol, no podía desviarse para ceder a ninguna atracción en el camino. Toda su atención se concentraba en el único propósito de entrar por la puerta. La misma intensidad de propósito, dijo Jesús, se requiere en la vida cristiana.
Ancha es la puerta y espacioso el camino que
lleva a la perdición: no es
necesario buscar el camino, porque los pies se dirigen naturalmente a la vía
que termina en la muerte. A todo lo largo del camino que conduce a la muerte
hay penas y castigos, hay pesares y chascos, hay advertencias para que no se
continúe. El amor de Dios es tal que los desatentos y los obstinados no pueden
destruirse fácilmente. en el camino del mal hay remordimiento amargo y dolorosa
congoja.
El terreno del corazón es el campo de conflicto. La batalla que hemos de
reñir, la mayor que hayan peleado los hombres, es la rendición del yo a la
voluntad de Dios. Únicamente Dios puede darnos la victoria. El desea que
disfrutemos del dominio sobre nosotros mismos, sobre nuestra propia voluntad y
costumbres. Pero no puede obrar en nosotros sin nuestro consentimiento y
cooperación. No se gana la victoria sin mucha oración ferviente.
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